
Los impuestos en la Edad Media
08/29/22 • 8 min
Pero tras celebrar el triunfo, debían pensar en gobernar y administrar las nuevas posesiones, además de tratar de satisfacer mínimamente las necesidades de los habitantes de los territorios ahora sometidos.
Los tentáculos administrativos de Roma no eran tan largos como para poder cubrir todas estas obligaciones. Ahí aparecen los 'publicani', empresarios privados o sociedades, a los que se recurría para construir la obra pública civil, como acueductos o calzadas; religiosa, como los templos; o las de carácter propagandístico y cultural, como las estatuas, los monumentos, los anfiteatros o los circos. Además, también se encargaban del correspondiente mantenimiento.
Una vez que el Senado aprobaba el gasto, y con las ofertas presentadas en papiro o en pergamino, los censores estudiaban las ofertas, y adjudicaban la obra al proyecto con mejor relación calidad/precio. Pese a la normativa, ser generoso con los políticos, o estar dentro de su círculo de amistades, hacía que las posibilidades de hacerse con el contrato aumentasen.
Hay que tener en cuenta que la mayoría de cargos públicos en Roma eran de periodicidad anual, y no estaban remunerados. Eso hacía que solo las familias pudientes pudieran permitirse ser candidatos, ya que debían financiar las campañas electorales, e incluso los gastos durante su mandato. Y no era barato, porque para ganarse al pueblo costeaban obras públicas o financiaban espectáculos.
Con la caída de Roma, y la desintegración de sus estructuras centralizadas, el poder se dispersó. Primero entre los pueblos germánicos, y después entre los señores feudales. El modelo productivo esclavista se vio sustituido por uno basado en la relación de servidumbre. Eran los nombres los que debían dotar a su reino de las estructuras necesarias: puentes, molinos, fortificaciones, norias... Pero en este caso, la inversión se repercutía vía impuestos en sus vasallos.
Hay numerosos ejemplos, como la alfarda, que era el pago por aprovechar el agua de las acequias; el herbaje, que se pagaba por aprovechar los pastos; el montazgo, que era un impuesto sobre los ganados; el diezmo, que correspondía a una décima parte de las cosechas y que recaudaba la iglesia para mantener el clero... Se pagaba por el depósito de mercancías, por su comercio, por usar molinos y hornos comunitarios, por trabajar la tierra, por entrar en las ciudades, por cruzar puentes...
Todos estos impuestos medievales eran indirectos, se aplicaban independientemente de la capacidad económica del pagador, y gravaban la producción, el comercio o el consumo. Repercutían casi en exclusiva en el pueblo, y beneficiaban a la Corona, la nobleza y el clero.
Otro tema era la sisa, un impuesto que consistía en descontar en el momento de la compra una cantidad de ciertos productos, normalmente un octavo. La diferencia entre el precio pagado y lo que realmente se recibía, la sisa, era el gravamen que iba al fisco.
Aunque en un principio la sisa estaba destinado a cubrir necesidades financieras extraordinarias y puntuales, era tan eficaz que terminó por convertirse en permanente. La Corona podía recaudarlo directamente, o delegar en las instituciones locales, lo que permitía al rey conseguir el dinero por adelantado, que salía de las arcas municipales.
Viendo que era un impuesto seguro, los municipios también quisieron sacar tajada de la sisa, y comenzaron a recaudarlo directamente, en beneficio de sus propias arcas, y no para la Corona. Siempre con la autorización Real, claro, y explicando a qué iban a dedicar la recaudación.
¿Y a qué productos se les aplicaba este impuesto? Pues dependía de cada municipio, pero generalmente a bienes de primera necesidad como el pan, la carne, el aceite, el vino... por lo que era uno de los impuestos más impopulares.
Opinión muy distinta tenían de la sisa los que la recaudaban, porque estuvo en vigor desde del siglo XIII hasta 1845 y, la verdad, sirvió para mejorar las infraestructuras, para la dotación de servidos y para hacer frente a desastres naturales. Algunos ejemplos en España fueron la sisa del vino en Avilés para reparar lo destruido por el fuego; la de San Sebastián sobre las "cosas de comer" para reparar las torres y puentes; la del vino de Burgos para financiar inversiones en el abastecimiento de agua; la del pescado de Sevilla para fortificar Cádiz; la del vino de la Plaza para construir la plaza Mayor de Madrid...
También las hubo para gastos más superfluos, como la sisa del cuarto de palacio de Madrid sobre la carne para construir un habitación en el Palacio para doña Margarita de Austria, la del cacao y el chocolate para "otros" gastos de...
Pero tras celebrar el triunfo, debían pensar en gobernar y administrar las nuevas posesiones, además de tratar de satisfacer mínimamente las necesidades de los habitantes de los territorios ahora sometidos.
Los tentáculos administrativos de Roma no eran tan largos como para poder cubrir todas estas obligaciones. Ahí aparecen los 'publicani', empresarios privados o sociedades, a los que se recurría para construir la obra pública civil, como acueductos o calzadas; religiosa, como los templos; o las de carácter propagandístico y cultural, como las estatuas, los monumentos, los anfiteatros o los circos. Además, también se encargaban del correspondiente mantenimiento.
Una vez que el Senado aprobaba el gasto, y con las ofertas presentadas en papiro o en pergamino, los censores estudiaban las ofertas, y adjudicaban la obra al proyecto con mejor relación calidad/precio. Pese a la normativa, ser generoso con los políticos, o estar dentro de su círculo de amistades, hacía que las posibilidades de hacerse con el contrato aumentasen.
Hay que tener en cuenta que la mayoría de cargos públicos en Roma eran de periodicidad anual, y no estaban remunerados. Eso hacía que solo las familias pudientes pudieran permitirse ser candidatos, ya que debían financiar las campañas electorales, e incluso los gastos durante su mandato. Y no era barato, porque para ganarse al pueblo costeaban obras públicas o financiaban espectáculos.
Con la caída de Roma, y la desintegración de sus estructuras centralizadas, el poder se dispersó. Primero entre los pueblos germánicos, y después entre los señores feudales. El modelo productivo esclavista se vio sustituido por uno basado en la relación de servidumbre. Eran los nombres los que debían dotar a su reino de las estructuras necesarias: puentes, molinos, fortificaciones, norias... Pero en este caso, la inversión se repercutía vía impuestos en sus vasallos.
Hay numerosos ejemplos, como la alfarda, que era el pago por aprovechar el agua de las acequias; el herbaje, que se pagaba por aprovechar los pastos; el montazgo, que era un impuesto sobre los ganados; el diezmo, que correspondía a una décima parte de las cosechas y que recaudaba la iglesia para mantener el clero... Se pagaba por el depósito de mercancías, por su comercio, por usar molinos y hornos comunitarios, por trabajar la tierra, por entrar en las ciudades, por cruzar puentes...
Todos estos impuestos medievales eran indirectos, se aplicaban independientemente de la capacidad económica del pagador, y gravaban la producción, el comercio o el consumo. Repercutían casi en exclusiva en el pueblo, y beneficiaban a la Corona, la nobleza y el clero.
Otro tema era la sisa, un impuesto que consistía en descontar en el momento de la compra una cantidad de ciertos productos, normalmente un octavo. La diferencia entre el precio pagado y lo que realmente se recibía, la sisa, era el gravamen que iba al fisco.
Aunque en un principio la sisa estaba destinado a cubrir necesidades financieras extraordinarias y puntuales, era tan eficaz que terminó por convertirse en permanente. La Corona podía recaudarlo directamente, o delegar en las instituciones locales, lo que permitía al rey conseguir el dinero por adelantado, que salía de las arcas municipales.
Viendo que era un impuesto seguro, los municipios también quisieron sacar tajada de la sisa, y comenzaron a recaudarlo directamente, en beneficio de sus propias arcas, y no para la Corona. Siempre con la autorización Real, claro, y explicando a qué iban a dedicar la recaudación.
¿Y a qué productos se les aplicaba este impuesto? Pues dependía de cada municipio, pero generalmente a bienes de primera necesidad como el pan, la carne, el aceite, el vino... por lo que era uno de los impuestos más impopulares.
Opinión muy distinta tenían de la sisa los que la recaudaban, porque estuvo en vigor desde del siglo XIII hasta 1845 y, la verdad, sirvió para mejorar las infraestructuras, para la dotación de servidos y para hacer frente a desastres naturales. Algunos ejemplos en España fueron la sisa del vino en Avilés para reparar lo destruido por el fuego; la de San Sebastián sobre las "cosas de comer" para reparar las torres y puentes; la del vino de Burgos para financiar inversiones en el abastecimiento de agua; la del pescado de Sevilla para fortificar Cádiz; la del vino de la Plaza para construir la plaza Mayor de Madrid...
También las hubo para gastos más superfluos, como la sisa del cuarto de palacio de Madrid sobre la carne para construir un habitación en el Palacio para doña Margarita de Austria, la del cacao y el chocolate para "otros" gastos de...
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Burgos y su sueño frustrado de convertirse en el Texas español con el petróleo
Sábado, 6 de junio de 1964. 11.43 de la mañana. Varios vecinos de La Lora, comarca de la provincia de Burgos situada muy cerca del límite con Santander, empezaron a gritar: “¡Petróleo! ¡Petróleo!”. Todo ello, después de ver cómo, después de años de perforaciones en tierras burgalesas, un chorro de 50 metros de altura del llamado ‘oro negro’ comenzó a brotar del suelo. Se calcula que unos 6.000 litros tiñeron los terrenos sembrados de trigo que se hallaban a su alrededor.
Este histórico evento se convirtió en la gran esperanza económica del Franquismo y el optimismo de encontrar el primer yacimiento de petróleo en España hizo que algunos medios se aventuraran a decir que Burgos podría convertirse en el Texas de nuestro país. La historia, como habrán podido intuir, les llevó la contraria.
El descubrimiento no fue cuestión de suerte o pura casualidad, dado que ya 64 años antes, en 1900, se produjo en la zona de Burgos una primera exploración con dos pozos que arrojaron los primeros indicios de que bajo ese suelo podía haber petróleo. Según documentos recopilados por el Museo del Petróleo de la provincia, las prospecciones se intensificaron dos décadas después, pero los resultados no fueron los esperados. No fue hasta el año 1953, cuando España comenzó a restablecer sus relaciones internacionales y las empresas decidieron lanzarse con todo a la búsqueda de combustible.
Poco a poco, con el paso de los años, varias perforaciones fueron reduciendo y cercando la zona en la que finalmente se encontraría el crudo. La empresa Amospain-Campsa fijó su atención en un terreno ubicado entre el pueblo de Sargentes de La Lora y la aldea de Valdeajos. El primero era un páramo abandonado, áspero, duro, y con un porcentaje alto de emigración. Miguel Moreno Gallo, profesor de la Universidad de Burgos, relata que sus habitantes se dedicaban a la patata, al trigo y, en menor medida, a la ganadería. A partir de aquella mañana, parecía que todo iba a cambiar.
A pesar de la exaltación generalizada, desde el principio Campsa prefirió ir con pies de plomo y, en un comunicado lanzado pocos días después, la compañía aclaró que, hasta que no se hicieran las comprobaciones y pruebas necesarias, no era posible medir la importancia y extensión del pozo que acababan de hallar. Este, por cierto, recibió el nombre de ‘Ayoluengo no 1’. En esta línea, algunos medios de la época llamaban a la calma para evitar lo que consideraban “un optimismo exagerado”. Sin embargo, el NO-DO, el noticiero propagandístico del régimen, se lanzaba con todo a que había sospechas de una “posible existencia de un yacimiento importante”. Lo escuchamos.
Miguel Moreno recuerda, en palabras a El Independiente, que aunque al principio había cierta sensación de júbilo, la gente del pueblo no se volvió loca y siguió cultivando sus patatas y su trigo. La realidad es que el hallazgo tuvo más impacto fuera de la comarca que entre los propios vecinos del municipio. Enseguida, la zona se empezó a llenar de periodistas, técnicos americanos, ingenieros, cargos políticos... Todos incidían en esa idea de que Burgos iba a ser un gran impulsor de la economía española.
Tal fue la algarabía que Valdeajos, la localidad colindante, convocó una fiesta para la que invirtió, para la época, una gran suma de dinero. Muchos aprovecharon también para abrir bares y chiringuitos cerca de la torre de perforación que, en primera instancia, se iba a llenar de trabajadores dispuestos a consumir bebidas y bocadillos en las inmediaciones del pozo. En aquel momento, se valoró la idea incluso de construir una refinería, pero las ilusiones desaparecieron cuando se continuó con la investigación.
En 1967, tres años después, comenzó la explotación industrial del petróleo en La Lora. Amospain fue la primera empresa en entrar en el negocio y estuvo durante 10 años realizando sondeos y exploraciones. El funcionamiento de aquella industria era el siguiente: una estación recibía el petróleo de los pozos y un oleoducto lo lanzaba hacia otra estación ubicada en Quintanilla Escalada, en la carretera de Burgos a Santander. Desde ahí, los camiones de Campsa iniciaban su distribución hacia empresas de Burgos, Miranda, Valladolid y Bilbao. La producción se convirtió en una realidad y alcanzó en su mejor momento los 8.000 barriles diarios, lo que equivalía a 1,2 millones de litros de petróleo al día.
Para el año 1973, según medios de la época, se explotaban un total de 28 sondeos. Eso sí, ya se empezaban a perder las esperanzas de que esto se pudiese alargar mucho más en el tiempo. Los pueblos también mostraron su descontento al ver cómo los empleados de la compañía extractora hacían sus vidas en Burgos y no allí en Sargentes. El alcalde del municipio se llegó a quejar de lo mal que le habían pagado por aquellas tierras y Valdeajos de que solo tuviese a un vecino trabajando con los petrolíferos. La realidad es que el punto álgido de empleo fue cuando se estaban construyendo los pozos, l...
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Así nació la tecnológica HP, el ‘big bang’ de Silicon Valley
Si hay un lugar en el mundo que se pueda considerar como la ‘meca de la tecnología’, este está en California y recibe el nombre de Silicon Valley. Su nombre significa Valle del Silicio y hace alusión a la rápida explosión de empresas dedicadas a la electrónica y a la computación que fueron creadas allí a lo largo de la década de los 80.
Esta zona está situada en la Bahía de San Francisco, es la sede de las compañías más importantes del sector y funciona como un centro de innovación en el que todas las start-ups desean instalarse. Sin embargo, lo que muy pocos saben es cómo se creó este pequeño gran imperio y quién o quiénes fueron los precursores de una región que fue creada para revolucionar el mundo de la informática. Se lo contamos.
Esta historia comienza en los años 30, cuando Disney comienza a trabajar en su tercera película, una cinta que acabaría convirtiéndose en otro gran clásico de la factoría. Se trata de ‘Fantasía’, largometraje musical que llegó a la gran pantalla tras los exitosos lanzamientos de ‘Blancanieves y los 7 enanitos’ y ‘Pinocho’. En ‘Fantasía’, la reproducción del sonido en las salas era clave y, para ello, Disney decidió comprar ocho osciladores de baja frecuencia, una máquina electrónica que permitía sincronizar los efectos de sonido de la cinta y desarrollar el sistema Fantasound, considerado el antecesor del Dolby Surround.
Este oscilador del que hablamos fue inventado por dos emblemáticos ingenieros. Hablamos de Hewlett y Packard, quienes poco después acabarían fundando su propia empresa, Hewlett Packard Company, popularmente conocida como HP. Estos dos jóvenes emprendedores tenían como profesor en la Universidad de Stanford a Frederick Terman, considerado por muchos como ‘el padre de Silicon Valley’. Este fue quien animó a sus pupilos a crear su propia compañía y ambos decidieron seguir su consejo: El 1 de enero de 1939 fundaron HP en un garaje ubicado en la ciudad de Palo Alto, dentro del condado californiano de Santa Clara. Se ponía así la primera piedra de aquel ‘valle del silicio’.
En la década de los 50, se produce al fin el despegue de HP y, de la mano, del propio Palo Alto, donde la población se multiplicó exponencialmente y sus huertos fueron sustituidos por carreteras, negocios y escuelas. El parque tecnológico Stanford Industrial Park, promovido por el profesor Terman, se convirtió poco a poco en foco de atracción para otras empresas que hicieron de aquel lugar el corazón de Silicon Valley.
En aquella zona ubicada al sur de la Bahía de San Francisco comenzó a hervir una cultura del emprendimiento y la creatividad que han logrado mantener hasta nuestros días. Todo ello, ha sido, en parte, gracias a la gran labor social que Hewlett y Packard desarrollaron años más tarde. Por ejemplo, el primero, a través de la fundación David y Lucile Packard (su esposa), se lanzó a la caza de talentos musicales para la Sinfónica de San Francisco o creó el mejor acuario del mundo en la ciudad de Monterrey. El segundo, también junto a su mujer, impulsó con donaciones, a través de la Fundación William y Flora Hewlett, al Instituto de Tecnología de California o la Universidad de Stanford, entre otros.
Casi veinte años después de la venta de aquel oscilador a Disney, la compañía empezó a diversificar su negocio y se lanzó también a crear generadores de señales microondas, aparatos médicos y calculadoras de bolsillo. Enseguida, aquel garaje comenzó a quedarse pequeño y Hewlett y Packard decidieron mudarse y trasladar su empresa a otro edificio más grande, ubicado también en Palo Alto.
En esa apuesta por la innovación, la pareja de ingenieros se lanzó a entrar en 1966 en el negocio de los ordenadores. Dos años más tarde, fabricarían también la primera calculadora científica de sobremesa y programable. En 1983, revolucionan también la tecnología con el primer ordenador de pantalla táctil y, un año después, la primera impresora de inyección de tinta. HP estaba empezando a cambiar el rumbo de la electrónica e informática a nivel mundial.
Otro de los asuntos en los que Hewlett y Packard fueron pioneros fue en su modelo de trabajo. Cosas que hoy suenan modernas, como la flexibilidad laboral o la presencia de salas recreativas y de descanso dentro de marcas como Google o Amazon, tienen su origen en el intento de HP de reducir el estrés de sus empleados para motivarlos y fidelizarlos. Así, tuvieron bastantes detalles con la plantilla, dando regalos a sus familias o haciéndoles partícipes de los beneficios que paulatinamente iba consiguiendo la entidad.
Tanto es así, que HP fue una de las primeras compañías de Estados Unidos que fijaron un horario flexible. Sucedió en 1973 y el objetivo era que los empleados tuvieran mucho más tiempo para estar con la familia, para disfrutar del ocio o de sus negocios personales. La cosa no quedó ahí y, dos décadas después, comenzaron a fomentar de forma pionera algo que hoy en día, tras la pandemia del coronavirus, se ha inst...
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